sábado, 8 de noviembre de 2008

De Mèdicos y Pacientes.

"Es difícil seguir siendo emperador ante un médico,
y también es difícil guardar la calidad de hombre"
Marguerite Yourcenar
Memorias de Adriano



El síndrome de Hermógenes fue definido por el Dr. Mario mendoza Orozco como "cualquier clase de padecimiento del paciente que sea ocasionado por una actitud deshumanizada del médico o del sistema de salud ante la enfermedad y el sufrimiento humanos", en referencia a la expresión que sirve de epígrafe a este ensayo, proferida por el emperador Adriano al iniciar el relato de la enfermedad que al final lo llevaría a la muerte (una "hidropesía del corazón") y su relación con Hermógenes, su médico de cabecera; expresión ésta que refleja la percepción del poderoso emperador de su vivencia como un paciente que sufre y que se entrega al cuidado de un médico, según el relato de la escritora Marguerite Yourcenar.
Antes de proseguir es necesario que meditemos en el hecho de que los ingresos económicos del médico en ejercicio se derivan, en su mayor parte, de la atención de los pacientes, a menos que no se dedique con exclusividad a la práctica de la profesión, o perciba otras rentas o ingresos; de tal manera que para subsistir y mantenerse plenamente activo, es necesario que sus servicios sean remunerados, sea por el paciente o por la institución o empresa responsable del mismo.
Como el objeto de lucro de la profesión médica es la salud de las personas y su mayor compromiso la preservación de la vida humana, se trata de un oficio de altísima responsabilidad, que exige de quien lo ejerce una ética a toda prueba, una sólida formación técnica y científica que le permita decidir correctamente en situaciones de incertidumbre y una condición moral que le sirva de guía al enfrentarse a las fronteras del conocimiento. El médico debe ser objetivo y debe ser compasivo; debe aprender a respetar las creencias de sus pacientes, así no las comparta; debe tener sentido de solidaridad social; debe saber conservar una prudente distancia afectiva en su actuación profesional, pero sin olvidar la condición humana de los enfermos y sus familiares; debe ejercer liderazgo sobre el resto del equipo de la salud, sin actitud despótica, pero con firmeza; debe ser tolerante, comprensivo y flexible con los pacientes, familiares y colegas, sin renunciar por eso a sus opiniones y sin perder nunca de vista que el único fin de su actuación es buscar el beneficio del enfermo y no ganar discusiones; debe ser plenamente consciente de sus limitaciones como profesional y sobre todo, debe ser consciente de su capacidad de error, sin permitir que esta percepción deteriore la calidad de su ejercicio profesional por pérdida de la confianza en sí mismo. Estas condiciones no son innatas, ni se aprenden en un semestre académico, ni en seis años de estudios, más uno de internado, más uno de práctica rural más tres a cinco de especialización, que es el tiempo mínimo necesario para formar un especialista en cualquier rama de la medicina, o sea, entre once y trece años. Estas son condiciones que se cultivan durante años, y se retroalimentan y perfeccionan en la medida en que, con constancia y motivación, el médico aprende del contacto diario con sus pacientes, sus colegas, sus subalternos, las diversas instituciones en las que trabaja, en fin, de la sociedad entera. Estas condiciones requieren, como todo lo relacionado con la medicina, de predisposición vocacional y dedicación de por vida, y el costo de su aprendizaje es invaluable, ya que "el arte es largo y la vida corta".
El ejercicio profesional del médico es una causa bien reconocida de estrés y desgaste no sólo físico sino también psíquico, pues la enfermedad no conoce de horas de descanso, de horarios nocturnos ni de días feriados. Por otro lado, la sociedad rara vez percibe los éxitos cotidianos que sobre situaciones realmente difíciles logran con esfuerzo, constancia e ingenio la mayoría de los buenos médicos, pero casi siempre destaca y a menudo castiga sin atenuantes, los errores humanos de los que nadie, por diligente que sea o capacitado que esté puede escapar, pues sólo no se equivoca quien no actúa, y no actuar, ya es una equivocación.
Un oficio con estas características y que además se encuentra en permanente evolución, en el cual no existen verdades inmutables sino hipótesis dinámicas y cambiantes; un oficio que exige no sólo el tener la capacidad de aprender nuevos conceptos, sino la de olvidar viejos paradigmas; un oficio en cual nunca se deja de ser un estudiante; en fin, un oficio con un costo psíquico-físico y económico tan alto, no puede ser remunerado de manera exigua o tardía, pues entonces el profesional, para protegerse y para proteger a su familia, tendría que distraerse de su objetivo primordial -la medicina- para buscar alternativas de subsistencia más rentables y menos agobiantes.
Dichas alternativas podrían ser:
a) Dedicarse a una actividad comercial diferente a la medicina;
b) Emplearse como asalariado simultáneamente en varios sitios, cumpliendo apretadamente con sus obligaciones institucionales y su ejercicio profesional independiente. Esta opción cada vez es menos probable, ya que en la actualidad la mayoría de los nuevos empleos ofrecidos a los médicos son con base en contratos a término fijo, sin estabilidad laboral, derechos ni prestaciones sociales de ninguna clase. Muchas veces, para poder acceder a una limosna institucional de este tipo, el médico tiene que contar con una o varias "recomendaciones", siendo los méritos de su hoja de vida un aspecto secundario;
c) Aumentar el número de pacientes atendidos a expensas del tiempo dedicado a cada uno de ellos, para poder compensar con un "alto volumen de consultas" los bajos honorarios percibidos por cada una de ellas.
Cualquiera de estas opciones traería como consecuencia un desmedro en la calidad de su práctica profesional y un descuido en su educación continua, que como ya vimos resulta imprescindible para mantenerse activo en la práctica de la medicina. Aún si en apariencia los pacientes se sintieran bien atendidos, el deterioro en la formación profesional ocasionado por este cambio de actitud, aunque comprensible, ya podría considerarse como una falta ética, inducida por circunstancias externas. La ética supone responsabilidad, y quien, siendo médico, no se preocupe en actualizar regularmente sus conocimientos, ya está actuando con indolencia. En medicina, la falta de progreso es sinónimo de atraso.
Esta serie de hechos nos muestran un mecanismo hipotético a través del cual una condición externa podría repercutir negativamente en el patrón de conducta de los médicos. Este mecanismo bien podría considerarse como uno de los factores fisiopatogénicos que posteriormente favorecerían la expresión clínica del síndrome de Hermógenes sociogénico.
Después de esta primera falla, podrían venir otras, por ejemplo, el someterse incondicionalmente a las pretensiones de sus empleadores, sin importar si estas pretensiones atentan contra el bienestar de sus pacientes. ¿De qué manera? Por ejemplo, evitando la remisión de casos difíciles a otros colegas o especialistas, la solicitud de exámenes de alguna complejidad o la formulación de medicamentos costosos, así estén indicados, incentivado por una combinación de estímulos y castigos de índole monetaria, ideados con perverso ingenio por los asesores de los modernos mecanismos de auditoría de costos. Después vendrán, entre otras abominaciones, la pérdida del sentido de colegaje, la competencia desleal y la publicidad inapropiada. En fin, asistiremos a una especie de prostitución y lumpenización de un oficio que necesariamente tiene que ser elitista, en el buen sentido de la palabra: debe ser exclusivo de una élite intelectual, ética, estudiosa, responsable, humanista, respetuosa y competente. Este deterioro será evidente a los ojos de la sociedad, y el menoscabo de la imagen del médico, su pérdida de nivel socioeconómico y el desprestigio de la profesión, redundará en el hecho de que los aspirantes a ingresar a las escuelas de medicina tenderán a nivelarse por lo bajo: los jóvenes más inteligentes, informados y ambiciosos probablemente escogerán otro tipo de ocupación menos azarosa e ingrata. De hecho, no es inusual que ya se presente el lamentable fenómeno consistente en que un joven recién graduado de médico, con excelente preparación, inteligente, capaz y con toda una vida por delante para dedicarla al servicio comunitario y a su perfeccionamiento profesional, al poco tiempo de salir de la escuela de medicina decida abandonar el ejercicio profesional para dedicarse por completo a una actividad comercial o de otra índole, por la simple razón de que con la nueva ocupación obtiene un beneficio económico promedio entre cuatro o seis veces mayor del que percibiría como médico, y sin tener que someterse a rigurosos y esclavizantes turnos y al estrés profesional y económico; y sin tener que exponerse a la posibilidad de demandas. (6, 7, 8)
Si la sociedad o el estado no comprenden esto y si no asumen su responsabilidad de defender la dignidad y la excelencia de la profesión, se arriesgan a perder a sus médicos y a reemplazarlos por técnicos en medicina, uniformemente deshumanizados y mediocres, con un barniz superficial de competencia. O sea, por unas caricaturas del verdadero médico, por entes impersonales y fríos cuya principal virtud sería la de constituirse en una mano de obra barata. La prevalencia del síndrome de Hermógenes comenzaría entonces a incrementarse de manera significativa.
Por otro lado, si aceptamos que las circunstancias del medio ambiente pueden incidir en el comportamiento de los individuos que en él se desenvuelven, es pertinente que nos preguntemos si acaso los médicos, al ejercer en un entorno (llámese sociedad, sistema de salud o política de estado) morboso, podríamos considerarnos inmunes a su influencia nociva y si seríamos capaces de hacer caso omiso a las reiteradas invitaciones de dicho sistema a que nos adaptáramos a una nueva escala de valores, a un nuevo estado del arte basado en la práctica de actividades que nunca han sido de nuestro terreno natural, exceptuando el caso de aquellos queridos colegas que se han distinguido por tener una muy respetable vocación de administradores o directivos, pero que no se ocupan en primera instancia (por lo menos mientras ejercen su actividad burocrática) de atender pacientes.
Pero si de un momento a otro este nuevo estado del arte reclamara de nosotros, médicos de vocación y oficio, conocimientos, conducta y pensamiento de comerciantes, administradores o economistas, entonces se nos estaría solicitando que descuidáramos nuestra vocación, y si una mayoría importante de médicos aceptaran realizar su práctica en estas condiciones, entonces ya estaríamos aproximándonos a la inauguración del caos, y comenzarían a presentarse los primeros brotes epidémicos del síndrome de Hermógenes, con sus secuelas de mediocridad productiva, atención despersonalizada y prepotencia de las instancias administrativas, con ejecutorias arbitrarias en desmedro de la dignidad del médico y el bienestar de los enfermos. El nuevo sistema estaría favoreciendo la difusión del modelo de la medicina como negocio y estaría propiciando en algunos casos (desafortunadamente muy habituales) la comercialización con el dolor del paciente y la necesidad de subsistencia del médico en beneficio de un intermediario cuya ética sería la ganancia de su negocio, y estaría además utilizando al médico con peligrosa frecuencia como un escudo contra las críticas a un sistema de salud ineficiente y politizado, que finge atender a un número cada vez mayor de usuarios, pero sin preocuparse en absoluto de optimizar la calidad de los servicios prometidos.
En medio de este desbarajuste, sutilmente organizado por impecables ejecutivos atrincherados en ordenadas e inexpugnables oficinas donde no llegan los lamentos de los hospitales, o por burócratas designados por los políticos de turno en las instituciones oficiales, el médico, erudito obrero de estetoscopio, heredero de la tradición humanista de Hipócrates y otros ilustres antecesores, "en mangas de blusa blanca" en el azaroso y dramático escenario de los acontecimientos, enfrentaría el difícil reto de ejercer la medicina o ejercer la sumisión resignada y mediocre, sin terminar de comprender por qué razón se ha desatado sobre él una fuerza tan poderosa y oscura, que, como en El proceso kafkiano, lo humilla y doblega, y lo obliga a considerar alternativas diferentes al ejercicio profesional, o a ceder dócilmente ante la presión, desatendiendo así las motivaciones más profundas de su alma como profesional.
¿Qué podría esperar la sociedad del desempeño de médicos sin alma de médicos? ¿De profesionales descontentos, sin motivación ni recursos para el estudio y la actualización? ¿Puede una sociedad asumir el alto costo de remunerar con injusticia el trabajo de sus médicos? ¿De deteriorar su estado socioeconómico? ¿De empobrecer a un gremio que sólo sabe servir a la comunidad?
A propósito de todo lo anterior con alguna frecuencia he escuchado los siguientes cuestionamientos: ¿Pero por qué los médicos no protestaron desde un principio? ¿Dónde estaban cuando se aprobaron estos cambios en el sistema de salud que ahora impugnan? La respuesta es sencilla: los médicos estábamos atendiendo pacientes, estudiando medicina, enseñando a nuestros alumnos, en fin, los médicos ejercíamos la medicina, que es lo que naturalmente espera la sociedad que hagamos. Los legisladores, que deben responder porque no se cometan injusticias y no se deteriore la calidad de la atención en la salud, eran quienes realizaban los cambios, son los responsables de los errores cometidos y son quienes deben subsanarlos. Es a ellos a quienes debemos reclamar nosotros como individuos y como gremio, y a quienes debe reclamar la sociedad, si siente vulnerado su derecho a la salud en la medida en que ve cómo se degrada la calidad del acto médico. Los médicos no tenemos la culpa del deterioro de nuestras condiciones de trabajo y también somos víctimas del sistema: únicamente podemos denunciar sus vicios y a fe que lo hemos venido haciendo, con el convencimiento de que "sólo debemos consagrarnos a causas que la derrota dejaría intactas". Si esta lucha la perdemos los médicos, la perderá la sociedad y la ganarán unos comerciantes. Lo único que no vamos a perder quienes ya tenemos forjada nuestra estructura mental de médicos es nuestra claridad mental, y aún derrotados, ese será nuestro fulgor más íntimo y nuestra más preciosa recompensa, ya que también habremos comprendido que "la lucidez es el botín del derrotado".
Al llegar a este punto surge entonces, en la pluma o en la boca de alguno de los defensores o propiciadores del caos, un discurso pletórico de nobleza, altruismo y filantropía, un argumento prioritario e incontrovertible ante el cual los médicos tendríamos que renunciar a nuestras quejas y resignarnos a padecer cualquier injusticia, que consiste en la afirmación de que el sistema ha sido concebido con la idea de obtener una cobertura social amplia para las clases más pobres y necesitadas, y se recurre términos como universalidad, eficiencia, eficacia, etcétera, etcétera, contra los cuales nadie que sea medianamente inteligente puede denostar, pero que a fuerza de repetirse tan sólo en el papel o en el discurso de los burócratas y los políticos y de no plasmarse en cambios positivos para la triste miseria de nuestra realidad cotidiana, terminan por convertirse en un lenguaje hueco, estereotipado y sin sentido, pero peligroso, en la medida en que no pocas veces con este lenguaje se pretende señalar al médico como al responsable de los males de la salud y sólo porque quiere que su trabajo sea remunerado con justicia, amén de que él sería el primer interesado en que el sistema de salud fuera justo, equitativo, universal, eficiente y eficaz, ya que así su entorno laboral sería más amable.
Pero aun aceptando entonces, sin discusión ni restricción alguna, que la reforma de la salud pretende buscar un beneficio para la sociedad (y no el enriquecimiento de unos comerciantes), debe comprenderse que este supuesto beneficio social no puede ni debe realizarse a expensas del malestar de los médicos. ¡Como si los médicos no hiciéramos parte de la sociedad! ¡Como si no tuviéramos responsabilidades u obligaciones! Es doloroso admitirlo, pero muchos médicos no tendríamos, en caso de enfermarnos, ni la capacidad económica personal ni el respaldo del modesto sistema de seguridad social que (no a todos) nos cobija para hospitalizarnos en las lujosas habitaciones que escogen algunos usuarios ricos de este sistema diseñado para "pobres", por las cuales pagan un sobrecosto de hotelería que, respaldados por el nuevo sistema, niegan desdeñosamente al médico. Tampoco podríamos viajar a otras ciudades o países en busca del desarrollo tecnológico que escasea en el nuestro.
Pues bien, de estas rudas paradojas se nutre el sórdido escenario del sistema de salud actual. Quizás la única culpa que tengamos los médicos en este desbarajuste, es la de no haber sabido valorar, desde siempre, nuestros actos como profesionales. Han fallado en este aspecto de nuestra formación las escuelas de medicina. Se ha permitido la utilización de los conceptos de caridad y sensibilidad social para con las clases y las personas menos favorecidas, que son nociones inherentes al pensamiento del médico, para extender su aplicación a personas o instituciones pudientes y con frecuencia prepotentes, ante las cuales, por virtud de una amañada interpretación de dichos conceptos, nuestro trabajo no tiene el suficiente mérito para ser bien retribuido, y se considera poco ético exigir justicia en la remuneración del mismo, pues tradicionalmente ha sido un acto "de caridad". Sin dejar de ser humanitarios o caritativos, tenemos que dejar de ser tontos e ingenuos: hemos sido y estamos siendo manipulados en nuestra buena fe por personas e instituciones oportunistas.
Con lo expresado en el párrafo anterior, nos acercamos a la descripción de otra entidad nosológica, también nueva, y que en algunas ocasiones hemos enfrentado al atender a individuos con un nivel socioeconómico mucho más alto que el nuestro, que, haciendo gala de su poder y de su riqueza, menosprecian nuestro trabajo y además tratan despectiva y despóticamente a todo el equipo de la salud, ensañándose con los de menor rango, nos presionan innecesariamente y nos dejan entrever sutiles o abiertas amenazas de demandas, quejas ante los directivos institucionales o represalias de cualquier índole en caso de fracaso o simple descontento. Típicamente estas peligrosas criaturas son reacias a cancelar los honorarios ocasionados por su atención y suponen o tratan de hacernos creer que deberíamos estar agradecidos con ellas por el hecho de que nos hayan distinguido con la exquisita gracia de ser sus médicos. Casi siempre hablan mal de los servicios prestados y la mayoría de las veces, si cancelan, lo hacen utilizando una póliza de seguros que reconoce unos honorarios exiguos, que no se correlacionan con su nivel de ostentación. Se considera como signo patognomónico de esta desconcertante condición el hecho de que el paciente (o sus familiares o los representantes o responsables de sus asuntos de salud) recurran a artimañas para tampoco entregar al médico los susodichos bonos u órdenes para el reclamo de la mezquina paga a posteriori.
Es obvio que esta prepotencia del paciente también deshumaniza su relación con el médico, por mucho que el comportamiento de este último sea ético y competente. Es al recordar algunas de estas experiencias ocurridas tanto en mi práctica personal como relatadas por otros colegas que ahora me pregunto si era en realidad Hermógenes quien no podía ver al emperador Adriano como a un ser humano, o si tal vez era que Adriano no permitía a Hermógenes que lo viera como hombre, sino siempre como emperador.


El Sìndrome de Adriano termino establecido por el Dr. Mario Mendoza Orozco, de la Universidad de Cartagena, comprende toda actitud prepotente, arrogante o deshumanizada del paciente, sus familiares, sus representantes legales, los responsables de su seguridad social u otros, que pretenda menoscabar injustamente la importancia y la calidad del acto médico realizado por un profesional ético y competente, cualquiera que sea su fin o intención.
Ante todas estas desagradables realidades surgen apremiantes preguntas:


¿Qué hacer entonces? ¿Qué actitud adoptar? ¿Cuál sería la solución correcta?


Recurro aquí a utilizar un razonamiento del gran poeta portugués Fernando Pessoa, en la pluma de su heterónimo Antonio Mora para plantear dos alternativas de solución, ambas morbosas y ambas dependientes del médico, basándonos en la premisa de que un sistema de salud y/o una sociedad que no valoren el trabajo de sus médicos son morbosos y deshumanizados, y asumiendo que no es posible modificar ni el sistema de salud ni la sociedad y que es el médico quien tiene que cambiar:
a) El médico decide adaptarse a un sistema de salud y a una sociedad deshumanizados para poder sobrevivir en la práctica de su ejercicio profesional, a expensas de un amargo, exiguo y disputado ingreso económico y por lo tanto disminuyendo su nivel socioeconómico para poder mantener un precario equilibrio financiero;
b) Debido a su formación ética y profesional, el médico no es capaz de adaptarse a los nuevos esquemas, que lo alejan de sus objetivos vocacionales y vulneran su dignidad como profesional, y decide abandonar la profesión, o continuar ejerciéndola con obstinación sin apartarse en un solo punto de los parámetros éticos tradicionales.
Ambas alternativas como se dijo son morbosas, porque:
a) Quien se adapta a un sistema o a una sociedad deshumanizados con el objeto de triunfar o sobrevivir, debe a su vez deshumanizarse, lo cual es morboso;
b) Quien no se adapta, es entonces, por definición, un ser morboso, un desadaptado, y tendrá necesidad de ocultarse, mimetizarse o emprender una batalla desigual contra poderes económicos y políticos muy superiores a sus menguadas fuerzas.
La conclusión es evidente: poco o nada tenemos que cambiar los médicos, pues poco o nada se soluciona con el hecho de que cambiemos. Es el sistema el que tiene que cambiar. Es necesario acabar con la intermediación en la salud cuyo objetivo básico sea el lucro empresarial y pretenda disminuir los costos a expensas de una deficiente atención de los enfermos y una pésima remuneración de los médicos. Es necesario redefinir la misión de los sistemas de auditoría, en el sentido que su preocupación básica sea el bienestar de los pacientes y los médicos y no la utilidad de los tecnócratas y burócratas. Los costos en medicina siempre han sido una preocupación natural del médico capacitado y motivado, que sólo recurre a gastos superficiales cuando practica medicina a la defensiva, protegiéndose de futuras demandas. Curiosamente en este negocio en el cual el médico es apenas un obrero mal remunerado, adicionalmente debe responder en caso de una demanda, justa o no, como si fuera el dueño mismo de la empresa. Entre los objetivos de la auditoría médica, sin duda debe estar incluida la disminución de los costos, pero sin que se atente contra la excelencia de la atención en la salud ni contra el bienestar socioeconómico, cultural y profesional de los médicos. Si estos cambios no se realizan pronto, la sociedad, más temprano que tarde, terminará teniendo los "médicos" que merece.
Quiero por último mencionar un artículo del cardiólogo Bernard Lown, premio Nobel de Paz, catedrático de Harvard, inventor del desfibrilador, y pionero en el uso de la lidocaína como antiarrítmico, titulado Los médicos necesitamos luchar contra el modelo de la medicina como negocio que permite apreciar cómo los síndromes de Hermógenes y Adriano no conocen fronteras, ni eximen a los países ricos. Mientras exista deshumanización estos síndromes se presentarán, así exista abundancia de dinero y recursos técnicos. De esta publicación me permito resaltar las siguientes consideraciones: "Nuestra misión como médicos era curar, pero curar se ha convertido en un arte perdido. La pericia en la interacción humana se considera pasada de moda, y por tanto escasamente se cultiva. (...) Los pacientes ya no son padres, niños, ancianos, empleados de esta oficina o aquella fábrica, o personas distinguidas por su ingenio, dignidad, seriedad o mal humor. En el nuevo paradigma científico, cada paciente es un componente estadístico, similar a cualquier otro con la misma enfermedad. (...) En el fondo yace, ignorada, una verdad más profunda: si los médicos limitan su pericia al reino de la técnica, podrían ser intercambiados por personal menos entrenado y mucho menos costoso. (...) La atención médica es fundamentalmente diferente de cualquier otro servicio que se compra o se vende en nuestra economía de mercado -cita a Arnold Relman, antiguo editor del New England Journal of Medicine : "los enfermos no son como los consumidores de un supermercado". El cuidado de la salud no es comida rápida. Un cliente de McDonald´s conoce el sabor de una hamburguesa, pero la gente enferma desconoce cuál es el mal que las aflige, a qué clase de médico deben consultar, qué tipo de exámenes se necesitarán para el diagnóstico, o de qué manera debe ser enfocado el tratamiento de su condición. Los pacientes tienen que confiar en su médico para determinar sus necesidades médicas, y para que le indique qué clase de servicios requieren"
Los legisladores y gobernantes tienen la palabra. O el sistema se cambia, o asistiremos a la destrucción de la medicina como profesión, y al nacimiento de una nueva estirpe de "técnicos en asuntos médicos", producidos en serie para atender "clientes" en serie, el mayor número posible en el menor tiempo posible, y al menor costo posible para los intermediarios.